Probablemente desde la década de los setenta se empezaron a tomar en cuenta las ideas sobre “la vida en armonía con la naturaleza”, por consecuencia, aumentaron las preocupaciones en la sociedad sobre el consumo de energía.
Desde ese entonces hasta hoy apreciamos un cambio drástico en la apariencia de los edificios, centrándose ahora en la reducción y uso responsable de la energía, aprovechando fuentes alternativas como la energía solar y dando mayor utilidad a superficies transparentes, como vidrio, en vez del uso de paredes gruesas de cemento. A medida que los problemas de energía se volvieron cada vez más obvios, los edificios se volvieron cada vez más sofisticados en sus diversas respuestas al lugar, al clima y al uso de la tecnología.
Si bien el estudio de arquitectura contemporáneo no sería tan adaptable sin los avances tecnológicos en los procesos de diseño y construcción, el establecimiento y mantenimiento de entornos “sanos” o habitables para los seres humanos, también debe desempeñar un papel importante en la optimización de los recursos, lo cual resulta ser una tarea potencialmente desalentadora dada la problemática del crecimiento demográfico frente a la energía usada.
Entonces, la arquitectura de hoy en día está preocupada por diseñar y crear ambientes ricos y habitables mucho más allá de los propósitos funcionales para los cuales cada uno de ellos fue emprendido.
Es probable que estos proyectos de arquitectura, una vez completados, beneficien no solo a sus usuarios, sino también a las comunidades adyacentes que ocupan los espacios alrededor: el desarrollo y creación de ambientes físicos saludables y seguros, ingeniosamente expresivos y funcionales en apoyo para la vivienda humana puede ser considerado como un privilegio y una responsabilidad de los arquitectos, tal y como lo fue desde que la profesión se estableció por primera vez. Nuestros ambientes futuros deben ser diseñados para preservar los recursos y mejorar la vida.